Entré en la guardería sobre 1977, un mundo de pequeñas maravillas se desplegaba ante mis ojos. Era un tiempo en el que, ataviados con babys de líneas azules, mis primeros amigos y yo, comenzábamos a explorar el mundo desde aquel lugar.
Tengo vagos recuerdos con aquella edad, pero si recuerdo cuando conocí a mis primeros amigos, Javier Castellanos, la mellizas Sonia y Raquel siempre inseparables como dos gotas de agua, Carlos, José María, y algunos otros que llegaríamos juntos hasta 8 de EGB fortaleciendo nuestra amistad a medida que crecíamos
La guardería era nuestro pequeño universo. Durante la siesta, nos acomodaban en tumbonas, cubiertos de pies a cabeza, como si fuéramos pequeñas orugas en sus capullos, soñando con convertirnos en mariposas. Los sueños de aquellos días eran suaves y tranquilos, llenos de promesas y juegos por venir.
Recuerdo el patio como el escenario de nuestras primeras aventuras. Con la inocencia de nuestros dos o tres años, cada esquina del patio se convertía en un tesoro por descubrir. En ese patio, aprendimos el valor de un amigo y el olor a humedad después de una lluvia.
Al día siguiente, el deseo de volver era un eco en nuestros corazones. Siempre había algo pendiente, un juego sin terminar, una historia a medias que solo podíamos completar en ese mágico recinto.
Aunque esos días de juegos y descubrimientos han quedado atrás, los recuerdos permanecen vivos, pintando de colores brillantes los primeros capítulos de mi vida. En la guardería aprendí que, incluso siendo un insignificante ser humano, el mundo estaba lleno de maravillas esperando ser descubiertas.